jueves, 13 de octubre de 2011

Calpe

Los más felices y antiguos recuerdos que tengo de mi infancia he de ubicarlos en el pequeño y encantador pueblo costero de Calpe, en la provincia de Alicante. Por aquel entonces vivíamos en Madrid y los viajes a la playa los realizábamos de noche, huyendo del calor y el tráfico. Recuerdo que mi hermana se tumbaba en el asiento trasero del “Seat 124” y yo me acoplaba en la bandeja pegada a la luneta trasera, allí donde otros conductores ponían al famoso perrito de cabeza oscilante. Hoy en día se vería como una temeridad viajar así, pero eran otros tiempos; Tiempos en los que siete personas podían viajar en un vehículo acto para cinco o donde uno podía viajar tumbado con los pies asomando por la ventanilla sin correr el riesgo de que a uno lo multaran. Indudablemente era un peligro, que no obstante yo lo recuerdo con nostalgia.

   Al llegar, mis padres nos despertaban, y recuerdo el sonido de los grillos en la noche plagada de estrellas y el olor siempre placentero del jazmín dándonos la bienvenida desde el jardín. Continuábamos nuestro sueño ya en la cama y al despertar lo primero que hacia es ir corriendo a la terraza a ver la majestuosa vista del peñón de Ifach. Imagen que yo relacionaba con sol, playa, vacaciones, cine de verano, helados, y un sin fin de cosas que me hacían feliz. La visión idílica desde la terraza de este peñón, nos hacia verlo por su parte mas estrecha y alta como si de un altar ó tótem celestial se tratase.



   Una vez en el paseo de la playa me dejaba deslumbrar por las” Harley Davidson” de los extranjeros. Motos desorbitadamente extravagantes comparadas con las humildes “ossas” a las que estábamos acostumbrados por estas lindes. Y a posteriori disfrutaba de un cucurucho de helado ya de camino a la playa.
   Mi mayor diversión en esta playa consistía en el rompeolas. Este era un gran bloque de hormigón de unos veinte metros por cinco y estaba completamente cubierto de musgo, por lo que resbalaba mucho y había que andar con sumo cuidado, además había muchos erizos y uno podía acabar con el pie lleno de espinas si no miraba bien donde pisaba. Mi juego consistía en avanzar cautelosamente hasta uno de los bordes laterales, ya que en el borde frontal rompían las olas, y desde allí y a pesar de no saber nadar, saltaba intrépido, fuertemente agarrado a mi flotador dejando que las olas me llevaran de nuevo a la orilla, desde donde corría de nuevo al rompeolas para seguir con el interminable ciclo de saltos.

En uno de estos saltos una gran ola me volteo, quedando patas arriba, y por mas que pataleaba no conseguía darme la vuelta; cuando ya me veía ahogado alguien me volvió a voltear y al abrir los ojos descubrí a mi tío Tito que había acudido a mi rescate.

   Por la tarde la diversión consistía en ir a robar fruta por los huertos colindantes en compañía de mi hermana y sus amigos, de forma que llenábamos a mi madre la despensa de naranjas, níscalos, higos chumbos, etc. Con lo que ella quedaba encantada.

En una ocasión mi padre paro el coche en mitad de la carretera y fue mi madre la que bajo a robar unas naranjas para nosotros con tan mala suerte que el agricultor la pillo y la hizo sonrojar. Juro que jamás volvería a hacerlo.

   Ya entrada la noche acudíamos al cine de verano donde las lagartijas corrían por la pantalla disputándose el protagonismo con Terenci Moix, y una vez acabada la película caminábamos de vuelta a casa para acostarnos y recargar fuerzas para un nuevo día.

   En esta casa siempre acudían amigos de visita donde el vino y los chupitos llevaban a los adultos por la vía del desenfreno etílico, por lo que tanto mis padres con sus amigos como yo con los hijos de estos, teníamos la diversión garantizada y las fiestas eran allí continuas.

   UN TOQUE MACABRO: Nuestro vecino de apartamento era un hombre que vivía solo allí todo el año y tenia fama de estar loco. Hablaba solo y cambiando las voces como si hubiese varias personas en el dialogo, esto lo podíamos oír los chavales pegados a la mampara que separaba nuestras terrazas y nos divertía enormemente.

   Un verano cuando llegamos al apartamento había un fuerte y pestilente olor que inundaba toda la escalera, por lo que mi padre llamo a la policía temiéndose lo peor.

   Minutos después desde la ventana de nuestro cuarto vimos pasar un policía que se disponía a saltar de nuestra terraza a la del vecino y salimos todos a la escalera a cotillear. Al momento el policía salio por la puerta con un pañuelo sujetado fuertemente contra boca y nariz; a los chicos nos mandaron a dormir, pero a la mañana siguiente nos enteramos por la conversación de los mayores que se habían encontrado al vecino tumbado, atravesado en la cama, rodeado de comida y con gusanos por todo el cuerpo en alto estado de putrefacción.

    Esta conversación de adultos pareció pasar inadvertida, pero a mí se me quedo grabada a fuego, quizá por tratarse del más pequeño todavía la recuerdo como si se tratase de ayer

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